Lucifer


Cuando crecemos, cambiamos. Pero también cambian nuestros demonios. No somos los únicos capaces de subir de nivel.

Al cerrar heridas que llevaban años abiertas y al esforzarnos por evitar que otras nuevas se abran, es inevitable hacer balance de esas cicatrices que, aun curadas, forman parte de nuestra identidad.

Nuestros demonios forman parte de nosotros: de nuestro carácter, de nuestro espíritu, de nuestra realidad. Y cuando te das cuenta de esto, cuando cambias el escenario y la perspectiva, también cambia la manera de mirar el mundo. Dejas de mirar solo alrededor y empiezas a mirar hacia arriba y hacia abajo; pasas del 2D al 3D.

He aprendido que a los demonios que habitan en nuestro interior no hay que someterlos, ni encerrarlos, ni mucho menos enterrarlos en lo más profundo de nuestro ser y tirar la llave. Necesariamente tienen que caminar a nuestro lado.

Ese es el arte: cederle el turno de juego para que haga su trabajo, y guiñarle un ojo cuando termina antes de que regrese a su torre. Un trabajo que con los años ha dejado de ser una chapuza para ser un trabajo fino.

Ya lo dice el refrán: sabe más el diablo por viejo que por diablo. Y no es que, al menos físicamente, los años lo hayan tratado mal.